De cuando logré ir a Nicos por chiles en nogada

HISTORIAS DESDE LA CUARENTENA. Tantos años y nomás no conseguía reservación para probar sus chiles en nogada. Una crónica, reseña o la glotonería que sea esto sobre un viernes en Nicos y mi encuentro con los mejores, "de calle".

Por supuesto tenía que ser en este pandemioso 2020, pero al fin lo conseguí: una reservación (¡y en viernes!) en el restaurante que está en todas las listas de blogs y revistas culinarias, críticos especializados y cuentas de social media dizque expertas sobre dónde comer los “mejores” chiles en nogada, los que “no te puedes perder”, “traidor a la patria si no los has probado”, “si no los conoces, estás fuera” y sobre los que, posiblemente, Netflix o Amazon Prime ya cocinan una miniserie que-tienes-que-ver.

 

Todo empezó hace dos semanas, con un mensaje en WhatsApp desde el lugar de los hechos. O, incluso, desde antes, con mi fanatismo anual de comer chiles vestidos de blanco (“como novias en su día”, me dijeron dos sabias algún tiempo atrás). Hace cuatro años fueron los mejores (los de la Hostería de Santo Domingo, en el Centro Histórico o la tierra de nadie); hace tres fueron los mejores (El Cardenal, hoy con publicidad gratuita del presidente, el mejor food blogger del país); hace dos fueron los mejores (Azul Condesa, con sus cinco tipos diferentes de nogada para matar a los indecisos como uno); el año pasado fueron los mejores (París 16 y sí, son los mejores); este año (¡al fin! ¡Y en fin de semana!) era el turno de los mejores: los chiles en nogada de Nicos.

 

“El más cabrón, de calle. La nogada es una mamada”. Así de sencillo y campanudo fue mi amigo Enrique, el Chivahermano, en el grupo de WhatsApp con otros tragones más (no crean que somos sibaritas, amamos la Domino’s de sartén y la Corona casi muerta). Al ver los mensajes, yo me encontraba en la fiesta de cumpleaños de mi novia Matis, y sentí una envidia corrosiva que debía solucionar de la única manera posible: una reservación para ir a probarlos. En mensaje privado le pregunté al Chivahermano dónde podía apuntarme –seguía en el restaurante con su esposa Marce, su hermano Jaime y su papá, el Chivamayor–. Para mi fortuna, fue todavía más adelantado y visionario: “Ya te reservé para el próximo viernes, cuatro personas. Venimos las Marcelas, tú y yo”. Para qué son los amigos.

 

Debo agregar que el Chivahermano es un obsesivo con el platillo de temporada. Este verano ya lleva, por lo menos, 15 chiles y cada año le imploramos (sin éxito) que se arme un blog o mínimo una cuenta de Instagram para subirse al tren del mame foodie (un pleonasmo). De todas maneras, me sentía nobleza al imaginarme sentado a su lado en Nicos y su chile con ropita a lo Yayoi Kusama.

 

El viernes por la mañana, la primera pedrada: “Marce no nos puede acompañar, por si quieres avisar que sólo seremos tres”, me escribió el Chivahermano con sus manos de poeta. “No te preocupes, valedor. Te toca ahora ser el mal tercio, pero a cambio paso por ti”, le escribí.

 

Entonces, de mi depa en Río Nilo a Polanco por el fanático rojiblanco. Matis, desde la colonia Doctores, ofreció su camioneta para nuestra travesía zampona. Con nada de tráfico –tal vez lo único bueno del mugroso coronavirus–, lo que nunca: 10 minutos del Ángel a la Hacienda de los Morales, en viernes a las 2:00 PM. Además, día perfectamente soleado, sin amenazas de precipitaciones (cosa que cambia en el espacio de un instante). Llegamos con buen tiempo por el Chivahermano, que salió de su edificio al pitazo de salida, fiel a su puntualidad de relojito suizo.

 

Al volante, me digo conocedor de la ciudad porque sé llegar de Tlalpan al centro (todo derecho), o porque sé donde no dar vuelta en Reforma para evitar una tormenta de ambulantes, pero confieso que nunca había ido a Azcapotzalco (que yo sepa). Uno imaginaría que Nicos, uno de los mejores restaurantes de la Ciudad de México, estaría en Polanco, núcleo de otros locales de lujo (o tal vez eso me dice mi cabeza adoctrinada), pero no: les encanta ser de ahí.

 

“¿Sí vamos bien?”, preguntó escéptica Matis, al ver que nos alejábamos cada vez más de lo “conocido” –por nosotros ignorantes, claro–. “Yo creo que sí, el Waze dice que todo derecho y a la izquierda”, le respondí, igual, dubitativo. El Chivahermano no nos ayudaba: en su celular despachaba a un ejecutivo de su banco que le ofreció otra nueva tarjeta dorada de crédito. 10 minutos después regresó la pregunta, pero ahora con susto y asombro: en una de las calles, ¿por qué no? Un señor con un hacha destruye la puerta de un coche. No le vimos cara de mecánico u hojalatero, mucho menos de asaltante o maniaco porque estaba con otras siete personas y, repito, en plena luz del día. El “¡pim-pam-pum!” retumbó en la camioneta cuando le pasamos rápidamente a un lado, mientras aguantábamos la respiración.

 

Entre avenidas con coches estacionados en doble fila, nuevos edificios con decenas de departamentos de tablaroca en venta (con letreros y banderines), dignos negocios familiares de toda índole (ferreterías, lavanderías, tienditas, spas para perros), llegamos. No vimos el valet, pero el Chivahermano aconsejó estacionarnos en un parque vecino. “La semana pasada mi coche sobrevivió”. De todas maneras, le di la bendición a la camioneta de Matis, no vaya a ser que se aparezca un panzón con machete.

 

Ahora sí, a lo que nos trajo aquí. ¿La fachada? Discreta y elegante, nada que ver con lo que nos tiene acostumbrado el gremio y sus ostentosos palacios en Santa Fe, Polanco o Avenida de la Paz. ¿Tiempo de espera? Nulo, llegamos con reservación. ¿El establecimiento? Interesante, por decir lo menos: es una combinación entre fonda, mármol cremita y el alma de un soberbio lobby de residencial setentero de la colonia Cuauhtémoc. ¿De fondo? Claro, mariachi y demás melodías tradicionales. Además, van a la vanguardia “covidesca”: pocas, elegantes y muy espaciadas mesas. Punto a favor del local en cuanto a las medidas de seguridad impuestas por el Gobierno capitalino (que ni medidas de seguridad, ni gobierno).

 

Otro punto a favor: desde el primer minuto, la atención de sus cuatro meseros, bien tapaditos con cubrebocas, careta y guantes, fue monumental. ¿Uno más? Tienen varios mezcales de sublime calidad, no como el amarillo pipí del gusanito rojo, una decena de tequilas de verdad y varias cervezas serias (no ofrecen ni la aguada Tecate Light ni la empachadora Indio). Matis, un mezcal; yo, tequila y cerveza; el Chivahermano siguió el camino de Matis, pero en porción doble para desquitar que no nos acompañaba su esposa Marce y, para el maridaje con su destilado oaxaqueño, también una bien fría.

 

Aunque me hubiera encantado pedir dos o hasta tres chiles, no podíamos llegar directo a ellos porque la crisis no me lo permite. Son, según los registros en internet, los más caros de los mejores, a un peso de pegar el grito en el cielo: 499 pesos. Por lo mismo, empezamos con entradas ante la sugerencia del mesero que nos llevó a la mesa un menú gigante como en los bistrós, pero con el toque cursi mexicano: es un pizarrón blanco y las opciones están escritas con plumones de colores. De guarnición, el coqueto dibujo de un chilito bañado en nogada, perejil y granadas.

 

Pedimos el chicharrón de cecina (como el de queso de las taquerías fresas chilangas, pero más cabrón) con tortillas azules y guacamole, para armar unos tacos y darle entrada a lo serio. Dudamos mucho si repetir, pero preferimos aventurarnos con otros platillos. Le siguió un ceviche de mango con unas envalentonadas rodajas de rábano (¿o era nabo?) que le daban un toque terrenal y primoroso. Cerramos con el fideo seco, símbolo de autenticidad de un restaurante de comida mexicana en la Ciudad de México y de la añoranza de los comensales chilangos por su hogar. Casi no llegamos al chile: vale la pena aventurarse a la colonia Clavería por ese fideo coronado con una mezcla on-top de quesos sápidos y lo que pensamos es perejil frito (insisto, no somos sibaritas, somos trogloditas). Del chile, ahí vamos.

 

Ni sibaritas, ni fotógrafos. Chicharrón de cecina, fideo seco y ceviche de mango.

 

 

Matis lo pidió sin capear por eso de la dieta (“sí, tú”). Al Chivahermano y a mi nos valió y nos fuimos por la recomendación del mesero: “El capeado es muy ligero, tonifica los sabores”. Órale, de aquí somos y no esperamos mucho, llegaron a los pocos minutos. El chile, hermoso con su nogada, le compite al gallardo plato de talavera en el que viene servido, con una gama de colores y condición de iglesia poblana –al momento de escribir esta crónica, reseña o lo que esto sea descubrí que, chef dixit, es vajilla tradicional de talavera de Puebla, certificada con holograma y no hay un plato igual en todo el restaurante–. Puntazo a favor.

 

 

“¿Qué onda con la nogada? Ni mi abuela la hacía así”, sentenció el Chivahermano con la primera cucharada del blanquísimo fenómeno y con gozosa euforia en su mirada. Vamos por partes. La nogada es fina fina fina y nada dulce (hecha con queso de cabra tradicional de la sierra poblana, leche y nuez de castilla fresca pelada a mano). El chile está tostado al carbón (un gran toque al sabor y que le quita lo tronador). El relleno era una guerra armoniosa de todo: deleitoso mix de carne de res (de Sonora), cerdo orgánico (de Morelos) y pera, durazno, queso, manzana, xoconostle, nuez y almendras tostadas, uvas pasas, piñones, cebolla, sal, ajo, jitomate… cocina con el corazón, pues. “No me lo voy a acabar”, concluyó con dolor Matis. “No te preocupes, échamelo, así lo pruebo también sin capear”, dije yo en tono resolutivo mientras bebía el delicioso tequila que multiplicaba los sabores y los buenos momentos de una comilona.

 

Sigo ponderando cuál chile me gustó más, si capeado o sin capear, pero da igual. Dejémonos de discusiones y glorifiquemos ambos. En otras ocasiones me he comido dos, sin llegar al tercero porque me empalago. En Nicos decreté sin problema: “Podría comerme un tercero, sin temor a equivocarme”, a lo que el Chivahermano dijo: “Yo también… es más, voy a pedir dos para llevar y comer el domingo con Marce”. Les digo: un obsesivo (y considerado).

 

¡Falta el postre! Con un espresso de primera calidad que no ayudaba en la batalla contra el mal del puerco, nos llevaron un arroz con leche calientito que también vale la pena la aventura a Azcapotzalco y una cajeta de guayaba –o como la apodé yo, un ate líquido–. ¿La combinación de ambos? Como ver a Dios a los ojos.

 

Sí, la conclusión del Chivahermano era la correcta: el mejor, de calle. Puras alabanzas al chef Gerardo Vázquez Lugo, quien se encontraba sonriente en el restaurante durante nuestra visita, pero ocupado con entrevistas y una copita de vino rosado. Qué vida, qué gozo.

 

En lo que llegaba la cuenta y con el último trago al tequila y al mezcal, Matis y yo le sugerimos al Chivahermano que de una vez reservara para la temporada 2021. Fiel a su estilo, sonrió (seguro ya lo hizo) mientras admiraba sus itacates perfectamente empacados. ¿Cómo cerramos la aventura opípara? A lo viva México, con 17 minutos de Los Panchos en Spotify durante el regreso a Polanco y el recuerdo del chile y esa nogada perfecta, las entradas, los postres, el tequila, el mezcal, la cerveza, la experiencia y la compañía. Qué vida, qué viernes.

 

 

 

 

 

 

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