Las arañas en un columpio sobre la trompa de un elefante

Una ¿crónica? ¿ensayo? ¿debraye? sobre el extenuante proceso de escribir una novela

El objetivo del juego es poner una palabra detrás de otra.

 

En esa primera oración, hasta el punto, fueron once, y ese es el único camino para escribir una novela. El proceso parecería sencillo, podría serlo, pero nunca lo es. La faena adquiere su verdadera dimensión vista como un todo, porque no solo se trata de colocar once palabras, sino unas cien mil, una detrás de otra, y que consigan tener coherencia e ilación desde la primera hasta la última. Ya pensar en el ritmo de la prosa, la atmósfera, los personajes, la trama, el vocabulario, la complejidad sintáctica acaba siendo pura vanidad.

 

Unas cien mil palabras son, más o menos, unas trescientas cuartillas. Normalmente, la última versión acaba siendo, por lo menos, la segunda o tercera, y más comúnmente es la séptima o la n reescritura completa. Así que, al final de cuentas, estamos hablando de acomodar más de setecientas mil palabras, una detrás de otra, hasta que uno queda satisfecho con cada una de esas palabras —evento poco probable— o bien se acaba la fuerza para cambiar algo más y se queda como está.

 

A lo largo de los años he leído muchas de las manías, procesos, excentricidades, rutinas, rituales o supersticiones que siguen escritores de orígenes y características diversas. Todos los escritores, desde uno de la Europa de la posguerra hasta otro de La Habana sometida por el salitre que dejó la revolución, todos, se valen de artimañas diferentes que describen como su método para escribir una novela. Hay quienes necesitan escribir de pie, quienes se sientan al teclado a primera hora de la mañana, los que se desvelan; están los que beben vodka o ron, los que corren kilómetros para aclarar las ideas. Todos tienen una fórmula infalible, algunos hacen un mapa, trazan la historia para entonces escribir sobre el esqueleto o está el otro lado de la moneda, quienes escriben y dejan que la historia y los personajes hagan lo que quieran, los que no saben qué va a pasar en la siguiente hoja ni cómo va a acabar la historia. Algunos escriben profusamente, sin importarles nada, catorce horas continuas acomodando millares de palabras unas detrás de otras, decenas de cuartillas que después serán reescritas por completo, dos, tres, siete o n veces, las que sean necesarias; otros, en cambio, van tejiendo una urdimbre lenta y se se detienen uno o dos días en busca del adjetivo perfecto, de la sintaxis precisa y que muy probablemente después también reescribirán una, dos, siete o n veces más.

 

Al final, sin embargo, el común denominador es una verdad de perogrullo; una verdad tan obvia que parece mala broma: Para escribir una novela hay que escribir. Es decir, poner una palabra detrás de otra. En esa acción mínima es donde, al final de cuentas, se anclan todas las demás singularidades, extravagancias y genialidades. Es decir, lo demás es lo de menos.

 

Dicho de otra manera, escribir una novela se parece más a una canción ad infinitum, es como ir a buscar otro elefante para que se balancee sobre la tela de una araña. Acomodar un elefante detrás de otro hasta que deje de aguantar la tela de una araña, aunque primero se acabarían los elefantes en el mundo (por eso, desde hace tiempo pienso que sería más práctico que sean las arañas las que se columpien sobre la trompa de un elefante).

 

Cuando entendí el proceso, fue evidente que no tenía otra salida: si quería escribir una novela debía poner una palabra detrás de otra. Las veces que fueran necesarias. Sin embargo, escribir una palabra detrás de otra lleva tiempo, mucho o poco, no importa, pero consume tiempo tocar el teclado, una letra a la vez, hasta que se forman los fonemas, las palabras, y ese tiempo hay que invertirlo. Lo de que esté bien escrito, con ritmo, sea interesante, etcétera, será pura vanidad, lo que es inevitable es dedicar el tiempo delante de un teclado y escribir, porque para escribir una novela hay que escribir.

 

En mi caso particular, pasé mucho tiempo desarrollando la historia. Años pensando, utilizando todos mis ratos libres para delinear al personaje principal y luego tratar de averiguar qué haría en la situación específica en la que estaba. Desde que nació la idea germinal de la historia a que empecé a escribir la primera versión pasaron más de cinco años.

 

Luego pasaron otros tantos años de desidia, procrastinación, temores, dudas, hasta que empecé, de manera consciente y disciplinada, a escribir una palabra detrás de otra. Entonces, las sesiones de escritura se realizaban cada tarde —como quien checa tarjeta— y el proceso era más como el de ofrecer una función de teatro. Igual de agotador. Y lento, porque al parecer yo soy de los que van tejiendo una urdimbre lenta y a veces me detenía uno o dos días investigando una nimiedad, dándole vueltas a una escena, a la sintaxis. Había tardes que pasaba leyendo estudios de etología de las ratas urbanas o buscando en mapas viejos qué había en una u otra esquina de una ciudad en la que ya no vivo o buscando la dirección postal de la IV Internacional durante la posguerra y luego de cinco horas de trabajo sólo había treinta y cinco palabras nuevas acomodadas una detrás de otra que, muy probablemente, serían desechadas de tajo al día siguiente para empezar de nuevo el párrafo.

 

Reescribí el texto completo tres veces, pero cada capítulo en particular tuvo al menos siete versiones. Hubo, sin embargo, tres escenas que me detuvieron meses. Eran tramos de la historia que me iban a costar demasiado y postergaba indefinidamente. Meses en que no escribía una sola palabra. Evitaba el teclado porque no podía avanzar con otras partes de la historia.

 

Eran meses en que no salía de casa, antes de que la pandemia nos encerrara, por mi natural misantropía y porque estaba la cita con esas escenas que trataba de evitar. En esos áridos intervalos me ocupaba contando paquidermos balanceándose sobre la tela de una araña (o arañas sobre la trompa de los elefantes).

 

Podría decir que escribir esas escenas fue lo más difíciles de todo el proceso, pero estaría mintiendo. En realidad, la parte más difícil de escribir una novela no es escribir una novela. Así lo parece en un principio, pero es más sencillo colocar las palabras —no importa si son setecientas mil—, que la exposición al juicio para que sea publicada. Aunque, de alguna manera, importa mucho menos.

 

El camino para cada persona que escribe una novela seguramente es diferente, pero esto es lo que hay en común. Hay que colocar una palabra detrás de otra. Hasta el punto anterior iban mil ciento tres. Nada más. Ese es el único camino, es lo que deben hacer todos o cualquiera que quiera escribir una novela. Lo demás es lo de menos.

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