En 2010, con 22 años, decidí irme a vivir un tiempo a Buenos Aires. “Pasar un semestre en la UBA y tratar de entender el país de Borges, de Cortázar, de Bioy Casares”, chantajeaba a mi papá para que me apoyara con mi decisión y me pasara unos dólares. Lo que quería –además de conocer a las argentinas bajo la promesa ilusoria que eran más lindas allá que acá– era resolver dos preguntas: “¿Qué carajos es el peronismo?” y “¿Quién es el mejor de la historia, Maradona o Pelé?”. De la primera, a 10 años, sigo sin respuesta (“Todo y nada”, suelo contestar cuando alguien me lo pregunta… o sea, los dejo igual). De la segunda, después de siete meses en la capital argentina, llegué a la siguiente conclusión, sin temor al error: “Pelé fue mejor… pero Maradona es más grande”. De las argentinas… luego les cuento.
Hasta Johann Cruyff fue más revolucionario en la cancha que Maradona. Lionel Messi y Cristiano Ronaldo son infinitamente mejores que El Diego. ¡Zidane se lo comía vivo! Pero ninguno a la grandeza del argentino. Una que le permitía doblar los juegos a su voluntad, formar equipos y naciones con su propia mano, llevar lo ordinario al Olimpo y construirse un castillo de proezas.
Maradona es un esplendor que desató un maremágnum en Buenos Aires el día de su velorio de Estado en la Casa Rosada. Niños que nunca lo vieron jugar lloraban a pecho abierto. Homenajes y homenajes de futbolistas y deportistas, gobernantes, periodistas y portadas en todo el mundo, personas aquí y allá, torres en Arabia y Bangkok con su foto reflejada en tamaño monumental. Che, ni Diana alcanzó lo que El Diego. Ni McCartney lo logrará, qué loco, qué cosa.
Al final de sus gestas, el gánster gringo Al Capone afirmó que era un “fantasma forjado por millones de mentes”. Diego Armando Maradona igual. Son personajes que ya pertenecen a la historia, pero, sobre todo, a la imaginación y al mito. La diferencia entre el criminal y el futbolista es que el argentino fue todo lo que un ser humano pudo ser. Piensa en cualquier adjetivo y seguramente, en algún momento de su vida, Diego Armando lo domó dentro y fuera de los estadios –sobre todo fuera–. Maradona es el ser humano más humano del siglo XX y XXI. En él había tanta contradicción y completitud que desde siempre trató de aniquilarse a sí mismo. Vivió “años intensos como un siglo”, palabras de su compañero y amigo Jorge Valdano. “Él era contra el mundo. Y ganaba él”.
En sus 60 años de vida fue pobre (pobrísimo) y millonario; el mejor futbolista, el peor ser humano; héroe para millones, enemigo odiado para tantos más; mito y realidad; un rebelde y un tramposo, al mismo tiempo que un ídolo ingenioso y un dotado con la pelota; fanfarrón, peleador, machista, mujeriego, creído (el más)… y sincero, simpático, cálido, cariñoso, fraternal, cursi, dadivoso y el mejor amigo; humilde y pedante; popular en lo local y en lo universal y un drogadicto y alcohólico sin fondo; ganador y perdedor, sencillo y complicado. Bocasucia y genio verbal. Fachero y comunista confeso, pero en jet privado. Un ridículo y un virtuoso. La mejor juventud, la peor vejez. Desaforado y quejoso. Gordo (gordísimo) y flaco.
Un dios y cien diablos.
Furia y rabia, sus combustibles desde siempre
El poeta alemán Hans Magnus Enzensberger, en un finísimo librito de la editorial errata naturae, afirma que la publicidad, la propaganda, los medios de comunicación de masas y el negocio del entretenimiento movilizan ingentes energías para crear mitos a escala industrial. Eso (y más) era Maradona: una creación de la imaginación colectiva y universal. Por supuesto, él lo sabía y lo aprovechó al máximo.
Diego Armando Maradona nació y creció en Villa Fiorito, que es lo más pobre de lo más pobre. Desde las calles de furia y lodo, sin agua ni luz en su choza (compartida con cuatro hermanas mayores y su mamá y papá), hizo de todo para apoyar a la familia mientras le pegaba a la pelota en sus ratos de ocio. Rápido llamó la atención por su estilo aventado, su pasión desbordada y sus ganas de salir de la miseria. “Quiero comprarles una casa a mis viejos y nunca volver a Fiorito”, dijo en entrevista, con la adolescencia visible.
De ahí, pa’l real: Argentinos Juniors, Boca campeón y el salto al Barça (el jugador más caro en su momento, con 22 años). En Cataluña no hizo mucho, lo lesionaron grave y logró menos, salvo una salida apretada del club, una adicción turbulenta a la cocaína, mucha rabia y un ego golpeado. Pero su vida era pelear y salir victorioso contra todas las adversidades.
En una jugada que sorprendió al estadio, el SSC Napoli, un equipo de mierda en ese entonces, lo compró. Es como si en 2020 el chico maravilla Kylian Mbappé llegase al Puebla. Insisto, su vida era pelear: no solo en lo local estaba jodido, también en lo internacional, en otro equipo de mierda. Ya lo dijo Juan Villoro en su póstuma en Reforma: “No es casual que sus máximas hazañas ocurrieran en equipos por los que nadie daba un quinto, la Argentina de Bilardo y el Nápoles, que llevaba décadas de sequía”. Tampoco es casual que sus obras mayores fueron en ciudades ruinosas: México, devastada por el terremoto del 85, y Nápoles, la “cloaca de Italia”, según los italianos refinados del norte.
México 86, la creación del mito.
Durante México 86 la televisión llevó la pelota a todo el mundo. Fue el inicio del fútbol global. Maradona se convirtió en el sinónimo de la Argentina y del deporte de embestida por sus gambetas, sus caídas, sus reventadas de porterías, sus gritos y abrazos de gol. Gracias a las antenas de conejo y a los bulbos, el fioritense rebasó por la izquierda a Perón, Evita, Gardel y al Che Guevara para instalarse en el mito del pibe y la pampa, del gaucho y del sudamericano que sólo sabe jugar a la pelota y gritar a todo pulmón “gol” por más de dos minutos.
Dicen que en ese verano chilango e invierno porteño Diego era pura luz y confianza en sí mismo, en sus compañeros, en su técnico y hasta en la calidad de los asados del campamento argentino en Coapa (traían la carne todos los días en el vuelo Buenos Aires-México DF). La concentración y el ánimo eran intensos, sin espacio a un tropezón. En su delicioso libro El partido (2016), el periodista Andrés Burgo reporta que, al ver la playera azul rey para los cuartos de final contra Inglaterra en el Estadio Azteca, Diego dijo que “con ésta les ganamos”; también que un día se fue de fiesta con una actriz mexicana, pero volvió a la concentración solito a las pocas horas y le confesó al médico de la selección: “Podría estar con una mujer preciosa, pero en situaciones así uno toma una cervecita o un whisky y la verdad, lo que yo quiero es ser campeón del mundo”.
El prefacio del partido contra Inglaterra tiene lugar cuatro años antes. En 1982, la dictadura militar que tenía el poder en Argentina desafió al imperio por la recuperación de las Islas Malvinas que la Corona Británica ocupa desde 1833. El saldo fue doloroso para el país sudamericano: 649 muertos, más de mil heridos y la victoria inglesa, que a la fecha administra las islas.
Cuenta el seleccionado argentino José Luis “El Tata” Brown que antes del partido más importante de sus vidas, tras los himnos nacionales de Argentina e Inglaterra, sus compañeros estaban callados y visiblemente nerviosos. “De repente escuchamos al Diego que a todo pulmón nos decía ‘¡Vamos eh, vamos que estos nos mataron a nuestros pibes, a nuestros amigos y vecinos’!”. Maradona sentía y sabía dónde estaba parado, a quiénes tenía enfrente como antagonistas. Era hoy o nada para él.
“Para explicar el mito de Maradona, basta con el partido contra los ingleses. Mucha trampa, sí, pero mucha genialidad”, se le escucha decir a Daniel Arcucci, periodista argentino, en el imperdible documental Diego Maradona (2019), de Asif Kapadia. Y es que, en ese 22 de junio de 1986, inició todo… al grado que en Buenos Aires se festejó más el triunfo a los ingleses que la final ganada contra Alemania Occidental.
Ante Inglaterra y en su Troya de césped, Diego se vistió de Aquiles, se pintó de tramposo y metió un gol con el puño (“Casi ninguno vio la mano, y eso que estábamos a un lado. Diego fue tan grandioso que consiguió eso: que no nos diéramos cuenta”). Con el 1 a 0 a favor y cinco minutos después, el astro de pelo pelusa erigió su reino y profirió “aquí, su Majestad” con la jugada de todos los tiempos, la que lo convirtió en una deidad inmortal, a pesar de estar, hoy, a dos metros bajo tierra. El Azteca recibió todo el sol y nada paró a Maradona: 52 metros, 44 pasos, 10 segundos, 12 toques (pura izquierda), seis rivales, una gambeta final al portero y el mejor gol de la historia, boludo.
De fondo, en Homero, el locutor de radio Víctor Hugo Morales improvisaba sus eternos “Quiero llorar, Dios santo, ¡viva el fútbol!”, “Barrilete cósmico” y el hermoso preludio “¡siempre Maradona! ¡Genio! ¡Genio! ¡Genio! ¡Ta-ta-tá-tá!”. Morales consiguió hacer más lindo el gol más lindo (frase en El Partido), Maradona pasó de ser un furioso líder deportivo a uno religioso… y se convirtió en uno de los tantos Diegos que conocimos.
Un dios sin ateos
Hay otros testimonios imperdibles recogidos por Burgo en su libro, como éste, de Héctor Rebasti, futbolista y soldado en la Guerra de las Malvinas: “Cuando Diego hizo el segundo gol [ante Inglaterra], ya no pude parar de abrazar a mis viejos y mis hermanos. Sentía oxígeno. Al fin respiraba aire puro. Terminó el partido y estuve dos horas llorando sin parar. De alegría, de acordarme de mis amigos que no estaban más. Maradona fue un argentino que entendió la guerra que habíamos pasado. Por eso, para mí, es Dios”.
Después de ese 22 de junio de 1986, Maradona se montó (o lo montamos) en un papalote cósmico. Con el trofeo del Mundial en sus manos, Argentina sonreía –a casi ningún argentino le mueve el mundial en casa del 78 por estar íntimamente ligado a la sanguinaria dictadura de Videla–. Crisis diurnas y hambres nocturnas fueron olvidadas gracias a los goles de un pibe de 1,65 y la foto con el trofeo dorado entre sus dedos en el Azteca. Los júbilos argentos, los pocos, llevaban la firma de un pie izquierdo. Un chaparrito de pelo revuelto y piernas como jamones, el más humano de los dioses, reventó de alegría al pueblo del tango, epítome del sufrimiento colectivo, devastado por una dictadura vergonzosa y la derrota de una guerra sin sentido.
Nápoles 87, la consagración de la realidad.
Pero Diego Armando Maradona llevaba el melodrama latinoamericano en sus entrañas y varios demonios en el corazón y en la cabeza. Con el Mundial de México 86 en las manos, tenía que consagrar su mito y su grandeza, ahora en Nápoles… al mismo tiempo que cortejaba a la Camorra y a su líder, Carmine Giuliano. Esta organización, siempre rodeada de una aureola de misterio, es “el prototipo y modelo de la criminalidad organizada en todo el mundo”, según Enzensberger en su librito. Poco tardó Diego en darse cuenta que la cocaína estaba en todo Nápoles –y que él, campeón del mundo, la persona más importante y famosa de la ciudad italiana, era propiedad de su compadre Giuliano (¿o cómo creen que el Napoli, sociedad deportiva sin un quinto, pagó el millonario fichaje del genio del fútbol mundial?).
Hoy en día Cristiano Ronaldo y Lionel Messi tienen un séquito de al menos 10 personas, entre fisioterapeutas personales, psicólogos, cocineros, nanas, community managers, representantes y agente(s). Diego, en su monte Everest napolitano, sólo tenía a su esposa Claudia y a su preparador físico Fernando Signorini. Y ya. ¿Cómo iba a ganarle la guerra a la fama desbordada, a las drogas gratis y emperifolladas, a ser Dios en la Tierra? Se metió al mismito infierno y acabó chamuscado.
Pero “siempre ganaba él” (palabras de Valdano). En 1987, tras los laureles en la Ciudad de México, le dio al Napoli el primer título de liga de su historia. Un día después de salir campeones y de desmañanarse en la apoteosis, los hinchas celestes colocaron una manta a un lado del portón del cementerio de Nápoles: “No saben de lo que se perdieron”.
No fue suficiente. Diego necesitaba callar bocas y demostrar que él era el mejor, el más grande y que podía contra todos –sobre todo, contra él mismo–. En 1989, de la mano de Dios, Gli Azzurri ganaron la Copa de la UEFA y en 1990 su segundo scudetto. El SSC Napoli dejó de ser un equipo de mierda… por un tiempo: desde entonces, no gana una liga o un torneo internacional. Maradona vino, vio, venció y se largó en 1991 con toda la gloria.
La historia de un deicidio
Los años posteriores a la cúspide italiana son los del Diego adicto, decaído y de morbo que todos conocemos: cocaína, alcohol, obesidad, infidelidades, controversia, locura. Piensa en un adjetivo (negativo) y Maradona lo domó. En una entrada en su blog, el escritor argentino Hernán Casciari cuenta que, el día que Maradona fue expulsado de Estados Unidos 94 porque la FIFA encontró la prohibida efedrina en su sangre, por fin vio a los argentinos ponerse de acuerdo en algo: un llanto colectivo, un país desinflado y mudo. “La gente iba en silencio por la calle, arrastrando los pies, y se le caía los mocos”. Todos vieron cómo le cortaron las piernas a su héroe.
Desde entonces, el jugador más grande vivía de sus rentas, del personaje que compusimos en conjunto por sus triunfos y derrotas (en la cancha y en la vida). Diego Armando Maradona, carne y hueso, se esfumó el 25 de noviembre de 2020, pero sobrevive el mito, uno del cual hay varias canciones (Marado, de Los Piojos; La mano de Dios, de Rodrigo), series (Sueño bendito en Amazon Prime), ficciones (la que viene de Sorrentino con el nombre È stata la mano di Dio), documentales (uno de Kusturica y el de Kapadia), decenas de libros y miles de videos en internet.
Soy Maradoniano, pero siempre hay que tener cuidado con los ídolos. Si me lo hubiera encontrado en la calle, tal vez no le pido una selfie o que me firme mi casaca de la jugada de todos los tiempos (que ya no me queda). Mi pasión por él vive del mito que creó (y creamos) por sus hazañas y carácter, y no tanto de la persona que fue. O, como escribió mi amigo argentino Luciano Torres en su blog: “Me interesa esquivar la cancelación y la idolatría para contemplar la contradicción”. Cuando veo (una y otra vez) el video en YouTube del segundo gol contra los ingleses, Diego Armando Maradona y Víctor Hugo Morales me comprueban que tengo sangre en las venas, que soy humano, que siento –y que siento mucho–. Maradona me recuerda que las historias de héroes sí existen, que hay revanchas perfectas en la vida y que un hombre puede ser todo sin dejar de ser él mismo: un pibe que creció en una casa de barro y hambre y que fue capaz de “levantar a un pueblo triste y volverlo loco de alegría, de hacerlo feliz incluso en las épocas más negras” (palabras de Casciari). Por eso, ante la disyuntiva entre Pelé, Messi, Zidane, Cristiano Ronaldo, Cruyff y el argentino, siempre Maradona.
Bertolt Brecht sentenció: “Infeliz el país que necesita héroes”. Qué infeliz la Argentina, qué triste la nación Napoli. Pero más infelices los otros, que no podemos decir que Diego Armando Maradona –el humano más– fue mexicano, alemán, chileno, gringo o togolés.